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El día se ha despertado soleado, con algo de viento, pero soleado al fin y al cabo. No ha sido fácil ponerse en pie.
Las piernas y la cabeza no parecían estar muy de acuerdo de cómo y hacia donde llevarme. Me he metido en la ducha y he abierto el grifo del agua caliente a tope. Las cervicales me matan, siempre me matan, y la única manera que tengo aquí para aliviar el dolor es dejar que el chorro del agua caliente me caiga directamente sobre ellas. Eso tendría que ser suficiente para poder empezar el día, pero hoy no ha funcionado.
He bajado a la cocina a desayunar algo. Pero eso es algo complicado cuando tienes el estómago algo revuelto. Solo se ha solucionado a medias, con un té calentito y un par de rebanadas de pan tostado con mantequilla.
A veces pienso que la cantidad de años que me he entregado incondicionalmente al café han sido un puro desperdicio. La de momentos que después de terminarme una taza el estómago empezaba a pegarme patadas, a hacer que las digestiones fueran eternamente largas…
Al subir a la habitación el tiempo ya había cambiado. Ha dejado de lucir el sol para empezar a nublarse un poco y hacer que el viento que corría fuera lo suficientemente frío para cortarte la piel del rostro. Sí, ya sé lo que me diréis algunos: “Espérate tú a que llegue el invierno y vas a saber lo que es tener frío de verdad”. Lo sé, me lo temo, y lo espero con resignación. Pero también es verdad que a mi me gusta más el frío que el calor. Eso de ir vestida a capas, cual cebolla, parece que me alivia el hecho de que últimamente mi figura ya no es lo que era. Además, como soy tremendamente casera, y prefiero las charlas con los amigos antes que la juergas en las discotecas, estoy segura que acabaré organizando más de un encuentro hogareño con mis nuevos amigos españoles.
Un encuentro en la que yo soy la mayor. La supuestamente más experimentada en esta sinrazón que se llama vivir.
Triste falacia, en la que los años y los títulos no son nada. Mucho empaque y poco fondo para qué engañaros. Si eso fuera garantía para no sentirte perdida, algo sola, un poquito triste, desamparada en según qué situaciones, bobalicona y tremendamente ridícula en otras… Si eso fuera garantía para tantas cosas como esas y más, os diría que sirve para algo. Pero no es así. No sirve absolutamente para nada.
Hoy alguien me ha dicho que se esperaba otra cosa al conocerme. No sé exactamente a qué se refería. A veces ni tan siquiera yo me conozco. Ni me entiendo. Ni me aguanto. Te creas la armadura, y te convences a ti misma, te autoimpones la obligación de no dejar que nadie vea que tiene agujeritos. La luces con la mejor de tus sonrisas y aguantándote las entrañas fuerte, muy fuerte, para que no se noten nada las cicatrices que quedaron. Pero están ahí. No se fueron nunca. Solo se escondieron bien, en el fondo más oscuro, para engañarte y hacerte creer que ya se habían ido. Pero tú resistes, les dices que se queden calladas, que ya son agua pasada, y que por lo que más quieran, te dejen tranquila.
Te das cuenta que la imagen que das en el fondo no se corresponde con tu ser. Enseñas tu yo impostado, el que construyes para los demás. El que tienes preparado para que las patadas no hagan salir moratones allá donde caigan los golpes. El yo primigenio, el que tienes en lo más hondo de las tripas, te lo guardas solo para ti, para que no lo vea nadie. Y a veces te das cuenta que tener alma, tener tanta alma, es atrozmente doloroso. Que gritarías y aullarías incluso si pudieras, para que en algunos momentos viniera alguien y te la arrancara de cuajo. Porque no quieres que vuelva a llamar a la puerta de lo adormecido.
Te paras a pensar y te preguntas cómo te verán los demás. Como será desde fuera esa máscara que tanto trabajo te ha costado construir. No lo sabes. No lo puedes saber. Y eso te intriga, te pica como un bichito entrometido que te va asaltando una vez tras otra.
Sales a la calle, y te das cuenta que el aire frío te calma las ideas. Te devuelve a esa realidad de las cosas que a veces da tanto miedo, pero que es la única que conoces.
Te preguntas que ha pasado. Pero te das cuenta que no hay respuesta. Que ha pasado una cosa extraña, que no acabas de entender. Algo que era tuyo y que ya no lo es. Que te has desprendido de algo que sin saber porque ibas acarreando y que el esfuerzo de sacarlo a la luz te ha dejado en otra dimensión. De momento ya no lo tienes encima, pero sabes que tarde o temprano volverá a ti y tendrás que recogerlo. Pero también te da por pensar que quizás no tendrías que haberlo sacado. Que si lo guardas, lo escondes y lo acallas, termina por desaparecer. Ya es demasiado tarde.
Y miras al cielo y te das cuenta que el día que amaneció siendo soleado, se ha oscurecido de golpe. Y que se ha puesto a llover de sopetón.
Las piernas y la cabeza no parecían estar muy de acuerdo de cómo y hacia donde llevarme. Me he metido en la ducha y he abierto el grifo del agua caliente a tope. Las cervicales me matan, siempre me matan, y la única manera que tengo aquí para aliviar el dolor es dejar que el chorro del agua caliente me caiga directamente sobre ellas. Eso tendría que ser suficiente para poder empezar el día, pero hoy no ha funcionado.
He bajado a la cocina a desayunar algo. Pero eso es algo complicado cuando tienes el estómago algo revuelto. Solo se ha solucionado a medias, con un té calentito y un par de rebanadas de pan tostado con mantequilla.
A veces pienso que la cantidad de años que me he entregado incondicionalmente al café han sido un puro desperdicio. La de momentos que después de terminarme una taza el estómago empezaba a pegarme patadas, a hacer que las digestiones fueran eternamente largas…
Al subir a la habitación el tiempo ya había cambiado. Ha dejado de lucir el sol para empezar a nublarse un poco y hacer que el viento que corría fuera lo suficientemente frío para cortarte la piel del rostro. Sí, ya sé lo que me diréis algunos: “Espérate tú a que llegue el invierno y vas a saber lo que es tener frío de verdad”. Lo sé, me lo temo, y lo espero con resignación. Pero también es verdad que a mi me gusta más el frío que el calor. Eso de ir vestida a capas, cual cebolla, parece que me alivia el hecho de que últimamente mi figura ya no es lo que era. Además, como soy tremendamente casera, y prefiero las charlas con los amigos antes que la juergas en las discotecas, estoy segura que acabaré organizando más de un encuentro hogareño con mis nuevos amigos españoles.
Un encuentro en la que yo soy la mayor. La supuestamente más experimentada en esta sinrazón que se llama vivir.
Triste falacia, en la que los años y los títulos no son nada. Mucho empaque y poco fondo para qué engañaros. Si eso fuera garantía para no sentirte perdida, algo sola, un poquito triste, desamparada en según qué situaciones, bobalicona y tremendamente ridícula en otras… Si eso fuera garantía para tantas cosas como esas y más, os diría que sirve para algo. Pero no es así. No sirve absolutamente para nada.
Hoy alguien me ha dicho que se esperaba otra cosa al conocerme. No sé exactamente a qué se refería. A veces ni tan siquiera yo me conozco. Ni me entiendo. Ni me aguanto. Te creas la armadura, y te convences a ti misma, te autoimpones la obligación de no dejar que nadie vea que tiene agujeritos. La luces con la mejor de tus sonrisas y aguantándote las entrañas fuerte, muy fuerte, para que no se noten nada las cicatrices que quedaron. Pero están ahí. No se fueron nunca. Solo se escondieron bien, en el fondo más oscuro, para engañarte y hacerte creer que ya se habían ido. Pero tú resistes, les dices que se queden calladas, que ya son agua pasada, y que por lo que más quieran, te dejen tranquila.
Te das cuenta que la imagen que das en el fondo no se corresponde con tu ser. Enseñas tu yo impostado, el que construyes para los demás. El que tienes preparado para que las patadas no hagan salir moratones allá donde caigan los golpes. El yo primigenio, el que tienes en lo más hondo de las tripas, te lo guardas solo para ti, para que no lo vea nadie. Y a veces te das cuenta que tener alma, tener tanta alma, es atrozmente doloroso. Que gritarías y aullarías incluso si pudieras, para que en algunos momentos viniera alguien y te la arrancara de cuajo. Porque no quieres que vuelva a llamar a la puerta de lo adormecido.
Te paras a pensar y te preguntas cómo te verán los demás. Como será desde fuera esa máscara que tanto trabajo te ha costado construir. No lo sabes. No lo puedes saber. Y eso te intriga, te pica como un bichito entrometido que te va asaltando una vez tras otra.
Sales a la calle, y te das cuenta que el aire frío te calma las ideas. Te devuelve a esa realidad de las cosas que a veces da tanto miedo, pero que es la única que conoces.
Te preguntas que ha pasado. Pero te das cuenta que no hay respuesta. Que ha pasado una cosa extraña, que no acabas de entender. Algo que era tuyo y que ya no lo es. Que te has desprendido de algo que sin saber porque ibas acarreando y que el esfuerzo de sacarlo a la luz te ha dejado en otra dimensión. De momento ya no lo tienes encima, pero sabes que tarde o temprano volverá a ti y tendrás que recogerlo. Pero también te da por pensar que quizás no tendrías que haberlo sacado. Que si lo guardas, lo escondes y lo acallas, termina por desaparecer. Ya es demasiado tarde.
Y miras al cielo y te das cuenta que el día que amaneció siendo soleado, se ha oscurecido de golpe. Y que se ha puesto a llover de sopetón.
5 comentarios:
Emma, no se a qué se refería ese que te dijo que se esperaba otra cosa. Recuerdas ese anuncio que decía "en las distancias cortas es donde un hombre se la juega"? La imagen que la gente saca de ti en las distancias cortas es la que vale. No hagas caso de lo que la gente crea de ti antes de conocerte, porque se equivocan.
Y por lo de la máscara, la verdad es que en general es útil, pero hay momentos en la que hay que dejarla de lado. Te sorprendería saber la imagen tan positivas que se puede dejar al presentarse sin trampa ni cartón. En serio.
Y oye, que pedazo de narración que nos has regalado hoy! Y con tantos puntos!
Gracias Sirventes. Me ayudas un poquito. Lástima que yo hoy no tenga el cuerpo para ver las cosas con optimismo...
Y las distancias cortas... a veces asustan mucho.... a mi me asusta presentarme en las distancias cortas... me da miedo no estar a la altura y que alguien crea que solo soy fachada (y encima poco agraciada) y nada de fondo.....
Por Dios, Emma. ¿Qué está por venirte la regla? Pues que triste te levantas hoy, hija. Suerte que no estás por aquí, en ese pueblecito tan poco ciudad, que el día está de lo más gris. Aunque no hay manera que llueva, y yo que lo espero para evitar tener que regar el jardín. Pero no, el frente éste que está dejando tanta agua más al sur no acaba de acercarse.
Bueno, ya nos contarás, si tienes ganas, qué ha provocado esa tristeza melancólica estilo Bronté.
Ala, espabila y a tomar las cosas positivas de la vida, como decían en la peli que vimos ayer, "Cosas que perdimos en el fuego", con un desgraciado score del "guitarritas" Gustavo Santaolalla, que no tiene ni idea de poner música a la pelis. En esta, sonaba a un tema de MI:II, de Zimmer.
No andas desencaminada Grishka.... Y además añádele, unos 38 grados de fiebre durante la tarde y la noche, una sopa de sobre horrible que me ha puesto el estómago patas arriba y un mediodía no demasiado alagüeño....
Ahí tienes un poco de mi estado de ánimo.....
Y Santaolalla se repite como el ajos.... pero Zimmer tampoco se queda corto :P
Cuidaros del frío y la lluvia por ese pueblo que no es ciudad.... Aqui en la ciudad que sí lo es, empieza a hacer frío y lleva desde media mañana lloviendo... te lo digo porque lo veo desde la cama... donde estoy pasando la fiebre que ha venido de visita otra vez....
Mujer, lo de la fiebre no lo habías dicho. Haber empezado por ahí.
Has escuchado poco Zimmer. Podría yo decir lo mismo de Rózsa. Suenan a ellos. Es lo que pasa. Pero Santaolalla suena a otros, y mal.
Pero bueno, eso es otro tema.
Que te mejores.
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